domingo, 9 de julio de 2017

PRESENTACIÓN DE EN II PARTE POR TEO SERNA


PARTE II


SOBRE LA FORMA, SOBRE LOS HAIKUS, SOBRE “EN”

¿Qué es un haiku? Por decirlo poéticamente: una estructura breve, de
belleza frágil y fulgurante, que restalla ante nuestros ojos como la
levedad rotunda de la mariposa.
Matsuo Basho, el maestro japonés, definió el haiku como “lo que está
sucediendo en este lugar y en este momento”.
Ramón Gómez de la Serna, el gran, gran escritor no suficientemente
reconocido, decía que las greguerías (sus greguerías) eran, son, una
suma de humorismo y metáfora; son, también, lo que las cosas gritan
confusamente desde su interior. Los haikus, que comparten con la
greguería la brevedad y la imaginación, suman naturaleza y
sentimiento; si las primeras buscan la cara oculta de las cosas, éstos
buscan lo que ocultan las cosas.
Los haikus son una búsqueda aliada a la contemplación (casi diría, a
veces, que al ensimismamiento); a la reflexión profunda sobre lo que
nos rodea; a la reflexión sobre nuestra relación con lo que nos rodea,
de suerte que aquello pasa a ser esencia nuestra: se vuelve esencial
naturalmente; tan naturalmente que no somos conscientes de ello. Así,
una sombra es algo más que el resultado de la interposición de un
cuerpo opaco -el nuestro- frente a un foco de luz: es un negativo, una
presencia en negro de nuestro yo, indisoluble, irrenunciable,
inseparable. Así, el agua que va río abajo, llevando en su corriente
briznas de hierba, es algo más que una alianza de hidrógeno y de
oxígeno: es lo intangible reflejando el infinito; el movimiento
conteniendo la quietud; la paciencia de lo humilde trazando caminos
nuevos; el destino que desembocará, tarde o temprano, en un
horizonte azul, o que se agostará en meandros perdidos en el fondo
lejano de nuestra memoria. Así, esa hoja verde, caída y sola en el
sendero, es algo más que clorofila derribada: somos cualquiera de
nosotros viendo caer la tarde, cayendo nosotros mismos. Y así
sucesivamente: una flor, un árbol, un silencio cobran su sentido total,
su plena sustancia en una naturaleza que se relaciona con todos y a
todos influye en un cosmos que sabe de algo más que de estrellas y de
órbitas.
Pero...¿cómo llegar a rozar siquiera esta arista viva que se esconde y
nos toca, dándonos una pizca de universo, quién sabe si de divinidad?
La respuesta es silencio, porque sólo él lo contiene todo en su aparente
nadería; sólo él es capaz de convocar los sonidos, los ecos, las
vibraciones que quedan moribundas por los rincones; los recuerdos
que son como campanas mudas de otro tiempo; los colores que se
abren en el rayo de sol por obra y gracia de la cristalografía: suma de
silencio matemático ordenado, oración callada de geometría. Es el
silencio el que evita el caos y nos pone en estado de gracia: con los
sentidos alerta, expectantes, como cazador a la espera del ave fugaz.
El escritor que se enfrenta al haiku, queda atrapado por su espíritu,
más allá de su estructura fonética (tres versos de cinco, siete y cinco
sílabas); piensa más en su filosofía, en su poética, en su difícil
sencillez.
La imagen de ese jardín zen que sólo contiene arena y una piedra
sería el resumen perfecto: nada de adornos superfluos, nada de colores
chillones: sólo la esencia, lo fundamental: unos surcos paralelos, una
roca, unas incisiones. Símbolos, cicatrices, llanura blanca que todo lo
contiene a fuerza de no contener nada; superficie lisa como la palma
de la mano, y como ella con las señales de lo que está por venir; con
las señales de lo que ya pasó: futuro y pasado dibujando la línea en el
agua, trazando, como la hoja que corta el mostillo, una difícil recta
que desaparece nada más nacer.
Hay que hilvanar muy fino para no caer en la mera metáfora cuando se
escribe un haiku, pues es esta una forma que se puede confundir,
cuando no fundir con el haiku. Metáfora, entendida como figura
retórica que identifica un término real con otro imaginario y que es,
ciertamente, un recurso ampliamente usado en poesía… pero el haiku
no se queda en la mera identificación (mucho menos en la simple
comparación); el haiku propone una asimilación de la realidad física
con la realidad interna del poeta, de tal modo que éste es el filtro por
el que pasa la realidad, para mutarse en acción poética que es reflejo,
pero también mundo inseparable, mundo inesperado, fulgor que,
dentro de sus breves límites, expande mundos donde explicar la vida
y la realidad, desde la reflexión profunda con la naturaleza, la luz, con
los elementos todos.
Cristóbal, en este EN, da una vuelta de tuerca más a la forma haiku,
pues utiliza la rima (consonante o asonante), acción de alto riesgo que,
dada la brevedad de la forma, podría resultar demasiado “sonora”,
demasiado enfática, pero que aquí se utiliza como quien salpimenta
un guiso para darle una pizca de sabor, sin usar picantes agresivos ni
abusar de la sal.
Quien se acerque a este EN, debe hacerlo con la timidez de un niño
que abre por primera vez una puerta secreta, pues secreto es el reino
del escritor, secreto sus jardines, secretos sus espejos. Una vez dentro,
el lector no debe apresurarse nunca, antes bien: debe hacer del silencio
y de la lentitud sus aliados y de la espera, su intención.
EN es una colección de bellezas mínimas, pero no pequeñas; nunca
estáticas; siempre presentes en la capacidad de asombro, de
asimilación de lo real para hacerlo carne de la carne del lector, a partir
de la luz asombrada del poeta que no hace otra cosa si no mirar,
reconocer, dejar el testigo de la belleza en el palomar alto del castillo
casi abandonado que es la mirada inocente, cercana y apasionada de
Cristóbal.
El haiku, más allá de una moda neo-japonesa, es, como toda buena
poesía, una manera de mirar, no una manera de comprender. La
mirada es lo que distingue al poeta, como distingue al pintor, como
distingue al artista. Su afán por comprender queda relegado; el poeta
no comprende, pregunta; el poeta no sabe, ignora; el poeta no te
salvará, te sembrará de dudas. Será labor del poeta recolectar las
pequeñas sombras de las margaritas y los pasos breves de las
hormigas. Lo demás, será silencio comprendido, silencio habitado; sí;
pero silencio.
Deja el haiku constancia de una realidad (el haiku no inventa nada: lo
fija, como fija la fotografía el instante), de la realidad presentida por
Cristóbal (sentida más bien). Una realidad que hemos sentido todos,
pero no sabíamos que la sentíamos:

La luna llena,
en el cutis del cielo
una azucena.

Todo el paisaje
con hilo de amapola
en esta tarde.

El sol, la lluvia,
la azucena nevada,
alta costura.

Os dejo pues con el silencio, sus pasos leves y sus fronteras de aire.





















































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