viernes, 25 de febrero de 2011

HA DICHO DE MÍ TEO SERNA

PRESENTACIÓN PARA “LA VOZ ENTRE PALABRA”

En un principio fue la voz. En un principio fue el aire, casi la nada, surcando laberintos agónicos, buscando el sonido ronco que hablaba, sin palabra, del dolor. En un principio fue el remedo del eco que se nacía en el pecho para salir a la luz con su carga de sombra y queja. Algo de pozo había en su sonido, algo de agua negra y fresca que se hace transparente al besar la luz, al reflejar en su estertor la quietud de los satélites y de las constelaciones, haciendo con su azogue temblor de luna, tintineo de estrellas, reflejo de la música de las esferas. Era aquella voz deseo de la mano, anhelo de telégrafo inalámbrico con vocación de medir tartamudamente la distancia, para hallar el milímetro más corto entre el laberinto y el alma que se desbocaba como caballo azul, como artificio de color reventando en el cielo su sístole de pólvora negra con entrañas de confetti. Era una voz sola sonando, soñando hacerse mayor para poder caminar por senderos nuevos que llevarían al corazón, o a los intestinos, que abrirían ferrocarriles de juguete con trenecillos de bruja buena. Así se vistió la voz de palabra, como quien se viste una mañana de domingo, y salió al día, gimiendo aún, recién nacida.

Ya era el verbo descarnado, unido al aliento con lianas de lágrima y risa, con impulsos de silencio, como borbotones de sangre componiendo el paisaje único, irrepetible, del ser fieramente humano.


Pero faltaba algo en aquella arquitectura aérea: arquitrabes imposibles para restaurar la magia, capiteles de humo, frisos de espuma, triglifos de cristal, estilóbatos infinitos cubiertos de opalinas miradas atravesadas de éxtasis y quejas: un repertorio extraño, compartida mirada de los dioses, destilación inmensa de los salitres que por los rincones invisibles crecen, a la sombra de miradas infieles. Era la hora de vivir del día en el filo del vértigo, desnudándose honestamente con la palabra. Los universos se dieron la mano mientras esperaban el brillo de la vida, y alguien, en algún lugar, comenzó a malmorir por encontrar lo que duerme en los légamos del río. Las intemperies del corazón explotaron sus cálices sonoros en un carrusel de adivinanzas, y la soledad se acostó, tirando la espera sobre las rótulas de un reloj vivo de miedo. La muerte se abrió las carnes, sacando su carga de ceniza, y el amor subió al trapecio del olvido con la agilidad de quien se sabe inmune. El corazón se miró, al fin, al espejo, para verse desnudo y en volandas.

Desde entonces, es bonito recordarse en la mentira más bella; quizá la única verdad, después de todo.

PRESENTACIÓN PARA “EL CAJÓN DE LAS FORMAS”

(Manzanares, 22-1-10. Biblioteca Municipal “Lope de Vega” de Manzanares)

Comienzo ahora la tarea inútil de presentar a Cristóbal. Y digo inútil, porque todos los presentes lo conocen, saben de él y de sus quehaceres de poeta y boticario. ¿Para qué entonces, esta labor de lo inútil? Quizá porque uno lleva instalado mucho tiempo ya en la industria inútil (es decir, en la poesía y aledaños); quizá porque ahora, aquí, esté construyendo un artefacto verbal que evoca a un amigo; quizá-sobre todo- porque, como dice la canción: “si tú me dices ven, lo dejo todo...”

Y aquí estamos. Aquí estamos al rescoldo vivo de otro libro nuevo (que es cosa milagrosa y de grande alegría), al rescoldo de unas brasas que se encendieron hace ya bastantes meses y que hoy, aquí, ven la luz y prenden llagas, sino por vez primera, sí por primera vez en Manzanares.

He de advertir, antes de continuar, que no voy a ser imparcial con la obra de Cristóbal. Creo que la imparcialidad simplemente no existe, que es una figura “políticamente correcta”. Todos tomamos posiciones siempre, y yo, lo confieso, desde la amistad, me posiciono. Dicho queda.

Un libro es un, sí, un milagro. Un libro de poesía es, además, un milagro raro; el milagro de los milagros: algo así como la multiplicación del vino en los odres cuando el vino escasea (y esto, dicho sea de paso, sí que es un milagro).


A título personal diré que este “Cajón de las Formas” me trae a la cabeza muchos paseos lentos por las calles de Manzanares, hablando (siempre de noche) de cosas que importan nada o muchísimo: hablando de poesía, de vino, de arte, de rimas incompletas, de sílabas cojas, de tercetos, de estrambotes, de descotes de mujeres... Conversaciones a la pálida luz de un Yuntero pálido (de los de antes), refugiada en el fondo escarchado de un vaso o en la tibia circunferencia, recién besada, de una copa. Conversaciones que iban del rojo al negro y vuelta al azul, al oro, al amarillo, al violeta. O sea: del tinto a la noche y vuelta al cielo, al trigo, a la cardencha, al azafrán... O sea: de la vida a la muerte y vuelta a lo eterno, al deseo, al dolor, a la pasión... O sea: de la sangre a la tumba y vuelta al éter, a la tierra, a la raíz, al filo del puñal...y así tiro porque nos tocaba jugar al oficio, perfectamente inútil de la poesía. Y nos tocaba perder (si es que se podía perder) y ganar a veces. Y de oca a oca y vuelta al pozo, a la calavera, a la primera casilla, a subir la escalera que acortaba caminos o a descenderla vertiginosamente.

Sí, claro que éramos jóvenes y nos creíamos el juego. Ahora también, pero de otra manera. Como escribimos de otra manera y soñamos de otra manera. Pero soñamos y escribimos, es decir: hacemos lo mismo. Y vuelta a empezar.

Pero divago, creo, y me pierdo en las curvas y en las transversales. Y como dijo Cervantes:”Muchacho, prosigue tu discurso en línea recta y no te pierdas en las curvas y en las transversales, porque para sacar una verdad en limpio son menester muchas pruebas e repruebas”

Estábamos... ¡ah, sí! en el “Cajón de las Formas”.


Creo que de las infinitas definiciones que se podrían hacer de la poesía (corríjanme los poetas), una podría ser: “Poesía: ejercicio de alto riesgo”. Yo lo creo así, al menos. Poetizar es exponer y exponerse, acercarse constantemente a la torreta de alta tensión, con sus tibias y su calavera impresas sobre fondo amarillo de aviso para caminantes despistados. Si, además, a este ejercicio se añade otra dificultad más, el riesgo es mortal. Y en poesía... ¿hay algo más arriesgado que hacer un soneto? Bueno, pues, no uno ¡sino 49! 49 sonetos, 49. La excursión es peligrosa, la aventura, apasionante. Cristóbal ha sido muy valiente (espero que no suicida) al emprender esta tarea, Una tarea que indaga en el ejercicio versificador con la paciencia que se debe tener en estas lides. Con paciencia y con precisión. Porque preciso hay que ser para que la forma reina en poesía (el soneto) no se te rebele (con b), pero se te revele (con v). Imaginemos a un fotógrafo de los de antes de las cámaras digitales en la atmósfera roja de su cuarto viendo cómo aparece la imagen tenue de un paisaje: así es, en esencia, un sonetista en la atmósfera azul de su estudio, esperando ésa imagen lenta, esperando el fantasma desvaneciente de la metáfora o la luz viva de la imagen poética. Y todo en silencio, en el silencio sagrado que la creación auténtica conlleva y necesita, como si la verdad estuviese aliada con la piedra o con el agua profunda.

He hablado de fotógrafos, y hablo ahora de jardineros, porque aquí está también el poeta como cuidador de bonsáis, recortando con tijerillas de plata las ramas que sobran, apartado esa hojita verde que descompone la figura, guiando el tronco para que todo parezca (para que todo sea) natural, perfectamente armonioso y rico (aunque todo sea producto elaborado y artificial, como esos parterres versallescos, tan simétricos).

A mí, personalmente, me gustan los sonetos que no lo parecen: ésos que disimulan las rimas en los encabalgamientos, o que discurren frescos, sin el ritmo excesivo, casi marcial, del endecasílabo. ¿Un soneto que reniegue de serlo? No. Un soneto discreto, que pase de puntillas, que se reafirme en sí mismo y se muestre orgulloso, pero que no grite machaconamente su mismidad. Un soneto que presta su forma para que el poeta vierta en ella el agua poética; así el agua se acomoda a la vasija, se transforma en su interior, pero no deja su fluido de ser libre, llenos sus átomos de vibraciones cambiantes, sus fronteras prestas a ceder al impulso último de la palabra trabajada.

Y este “Cajón” está lleno de estos sonetos. Los hay boticarios, sí, que nos hablan de ciencia y hematología; los hay vinateros; los hay paisajísticos, sociales (¡ah, la sociología!), juguetones, serios (muy serios), evocadores, nostálgicos, vestidos con el morado de Semana Santa... da igual el tema (el tema es siempre una excusa). Siempre nos sorprenderá Cristóbal con el relámpago final de la metáfora inesperada, nos mostrará un venero oculto allí donde antes sólo veíamos vulgar materia. Poesía, en fin, con mayúsculas. Poesía que nos hace ver chirivitas de luz y asomarnos inteligentemente al fondo de lo cotidiano. Poesía también con “mensaje” (palabra ésta que da un poco de miedo y hay que coger con pinzas). Poesía que nos emociona desde la razón y nos racionaliza desde el corazón.


Ahora, para terminar, me voy a permitir un sonetillo como prólogo para otros sonetos; un soneto que trata de expresar lo que para mí (y creo que para Cristóbal) es la poesía, o mejor, el hecho de poetizar:

Ver una rosa pura revelada.

Ver ocultas verdades cada día

con la luz amarilla de poesía

y un blanco de camisa almidonada.

Comprender la belleza desbocada

en cristales de azul melancolía.

Saber que no te alcanzo todavía,

amante que me miras tan callada.

Cristóbal, ¡qué difícil saber ver,

saber mirar con alma de poeta,

acariciar las cosas sin temer

la claridad hermosa, sin recelo!

¡Qué difícil llegar a ser cometa

sin levantar los pies del puro suelo!

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